El juego en el niño es una de las fuentes de placer, que le permite crearse un mundo propio o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un nuevo orden, grato para el. El niño toma muy en serio su juego y dedica en él grandes efectos. Para jugar necesita desprenderse de la realidad concreta. Esto no significa que ignore la realidad, ya que en el juego siempre toma un objeto, un elemento de la misma para jugar.
El adulto, por varias razones, cesa de jugar; renuncia, aparentemente, al placer que extraía del juego. Sin embargo, todos sabemos que nada nos resulta tan difícil como la renuncia a un placer que ya hemos saboreado alguna vez. En realidad, no podemos renunciar a nada, no hacemos más que cambiar unas cosas por otras. De ahí que el adulto no abandona la ganancia de placer obtenida con el juego de la infancia, si no que aplica una sustitución: no "juega" ya como un niño, sino que "fantasea". Hace castillos en el aire, crea ensueños, sueños diurnos.
El fantasear de los adultos menos fácil de observar que el jugar de los niños. Desde luego, el niño juega también solo, aunque -a veces- a pasear de que no ofrece sus juegos como un espectáculo, tampoco se los oculta a los mayores.
A diferencia que el niño, el adulto se avergüenza de sus fantasías. Tanto se avergüenza que se las guarda y hasta prefiere sentirse culpable por ellas, las considera una cosa intima y personal. Una cuestión común de observar en la consulta de un psicoanalista es que el paciente fantaseando permanentemente le quita espacio a la realidad para poner en ella sus fantasias. Pero, más allá de esto y pese a tal vergüenza y al encubrimiento que genera, la fantasía del adulto es la continuación del inocente juego infantil. El juego de los niños es dirigido por deseos, en particular por el deseo de ser adulto. El niño juega siempre a "ser mayor", imita en el juego lo que de la vida de los mayores ha llegado a conocer, pero no tiene ningún motivo para ocultar ese deseo. Como decía, no pasa así en el adulto, éste sabe que de él no se espera ya que no juegue ni fantasee, menos aún que satisfaga en secreto deseos prohibidos, si no que actúe en el mundo real. Para fantasear no necesito la realidad, por lo tanto cada vez que fantaseo soy un ser aislado que inventa una realidad que no existe. Existe también una relación entre los sueños y las fantasias. El hecho de que nos sea casi siempre oscuro el sentido de nuestros sueños obedece a que también nocturnamente se movilizan en nosotros deseos que nos avergüenzan, al igual que los sueños diurnos, que tan bien conocemos.
La fantasía es la más intima y secreta de las creaciones de la mente en vigilia.
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